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El sereno afortunado con el Adonáis

El burgalés José Gutiérrez Román recibe el prestigioso premio en un sencillo acto en el Salón Rojo, donde quien más ganó fue la poesía

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Burgos

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A.S.R./ Burgos

El amor forja sus propias ciudades. / Ciudad de puentes / que tendieron nuestras manos / para que el amor pudiera cruzar / cuando el amor fue un pasajero... Con estos versos del poema No está en los mapas, José Gutiérrez Román suplicó el perdón del respetable tras una larga declaración en la que se confesó ante las autoridades, familiares y amigos que habían acudido al Salón Rojo del Teatro Principal para confirmar con sus ojos que el vecino, el hijo y el amigo agarraba con fuerza la escultura de Venancio Blanco. La misma que le acreditaba como el primer burgalés en el Parnaso del prestigioso Premio Adonáis de Poesía -instaurado en 1947- por su libro Los pies del horizonte. Un Olimpo habitado ya por Francisco Brines, José Hierro, Ángel González, Claudio Rodríguez, Sánchez Rosillo...

El acto transcurrió elegante, con sencillez, sin desentonar con el escenario elegido. Solo el coscorrón de una niña que se las presumía muy feliz rompió y pintó de color de fresa la solemnidad con la que se desarrolló la ceremonia, corta e intensa.

Disparó primero el concejal de Cultura y pronto descubrió Diego Fernández Malvido que en la recámara aguardaba la Capital Cultural Europea en el año 2016. Dijo el edil que la candidatura no teme a lo extraño, lo nuevo y lo ajeno como el Adonáis nunca ha tenido miedo a la creatividad, la juventud o las nuevas formas de expresión.

Ratificó estas palabras el director de la colección, Carmelo García Costa, feliz por contar entre sus autores con el vate burgalés, al que se atrevió a dar cuatro consejos, recomendaciones las llamó él: escribir siempre desde la verdad de su propia vida sin forzar a la poesía; no dejarse llevar por las prisas; ver la poesía como un aliciente y no un fin en sí mismo para llenar el currículum y tenerla siempre como punto de unión y acercamiento, no de diferencia.

Ahí quedó dicho eso. Justo antes del momento de la entrega propiamente dicho que arrancó los aplausos de las conocidas gentes de la cultura que allí se dieron cita como los escritores Óscar Esquivias, Alberto Luque, Jorge Villalmanzo, Sara Tapia, Matilde Sedano, Félix J. Alonso Camarero, José Matesanz o Antolín Iglesias Páramo, finalista del Adonáis en 1975, los pintores Fernando Arahuetes y María José Castaño, la librera Mercedes Rodríguez, el director de la Biblioteca Municipal, Juan Carlos Pérez Manrique, o el gerente del Instituto Municipal de Cultura, Ignacio González.

Estas palmas sirvieron de bálsamo a las palabras, que fueron muchas, de Tino Barriuso, que apadrino al joven autor, «poeta muy inteligente, con maestría a la hora de controlar las emociones y los naufragios», al que piropeó sin descanso y al que abrazó efusivamente, como un padre a un hijo, como un maestro a un discípulo, que le ha superado. Porque, aseguró, el Adonáis y el Nadal son los premios que todo escritor quisiera llevar en su equipaje.

Y no solo a los tocados por la varita mágica de las musas. También a los elegidos para las varas de mando. Confesó el alcalde, Juan Carlos Aparicio, que hace sus pinitos y más de una vez ha intentado escribir poesía. Por eso vivía con especial emoción la entrega del galardón a su paisano. A quien, por fin, le tocó hablar. Y lo hizo sin que le temblara la voz.

Se acordó de todos pero con pocos nombres propios. Por eso de que, recordó la advertencia de los polis de Nueva York, cualquier cosa puede ser utilizada en su contra. Un aviso del que pronto se olvidó para evocar su infancia en el barrio de San Cristóbal, con el olor de las galletas de Loste, y su adolescencia de lecturas en la biblioteca Gonzalo de Berceo y a la orilla del río, a partir de las cuales esbozaba sus poemas por las noches. Se veía él como un sereno y las palabras, las llaves que le abrían las puertas a lo que fuimos, somos e incluso seremos.

 

 

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