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El tesoro del Castillo de Burgos. Los locos son ellos

Desde 1925, cuando inicio sus investigaciones, hasta su muerte ya centenario en 1961, el general Leopoldo Centeno trató de desentrañar los misterios de los subterráneos del Castillo de Burgos / Su obsesión, el tesoro

La novelesca biografía del general Centeno sirve a la compañía burgalesa Ronco Teatro para animar las visitas a las galerías y al pozo de la fortaleza. Además, incorporan el personaje de su sufrida esposa Maricarmen que ayuda a guiar a los visitantes a las profundidades del castillo. RAÚL OCHOA

La novelesca biografía del general Centeno sirve a la compañía burgalesa Ronco Teatro para animar las visitas a las galerías y al pozo de la fortaleza. Además, incorporan el personaje de su sufrida esposa Maricarmen que ayuda a guiar a los visitantes a las profundidades del castillo. RAÚL OCHOA

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El tesoro oculto en las profundidades del Castillo de Burgos es como las meigas: no existe pero ahí está, esperando a ser descubierto. Los científicos reniegan de su existencia y los burgaleses saben que tarde o temprano asomará por alguna parte. Quizá cuando se invierta lo necesario para despejar las malezas del histórico cerro que es la cuna de esta ciudad milenaria y los muchos misterios que encierra. El que persiguió el ilustre general Centeno es sólo uno de ellos. 

Las laderas del castillo encierran varios tesoros, de hecho. Uno, el de Pedro I, de oro y plata. Otro, el archivo secreto de Napoleón que se enterró a posta en las profundidades del alcázar burgalés que fue dinamitado con el solo propósito de cubrir el lugar secreto en el que los invasores ocultaron sus legajos y quizá también parte de las riquezas que pretendían sacar de España en el llamado gran convoy con el que cruzaron por Burgos camino de Francia. Hay quien cree, además, que en la antigua judería en la ladera oeste, también se esconden viejos tesoros familiares de los usureros del medievo.

De momento, el único tesoro que se ha localizado son las construcciones subterráneas que acompañaban a la fortaleza. El gobierno español mandó hacer recuento de las fortificaciones en el país a principios del siglo XX y de ahí nació el interés por documentar los restos del alcázar burgalés. Es en esos momentos cuando surge la figura de Leopoldo Centeno, un general de la Guardia Civil, sevillano de nacimiento y acento y héroe de Cuba, que se puso manos a la obra junto a una cuadrilla de peones desde abril a noviembre de 1925 para escudriñar los misterios de los subterráneos del castillo.

El Archivo de Burgos custodia su informe de ‘Excavaciones arqueológicas en el Castillo de Burgos’ fechado en 1926. Ya en ese escrito Centeno se muestra convencido de que la voladura del castillo ocultaba un propósito más allá de lo militar y dejó escrita su convicción de que allí quedaron «en sus subterráneos el archivo y cosas de gran valor que no pudieron llevar, por falta de medios de transporte, y por que la confusión era cada vez mayor».

La convicción absoluta, basada en ciertos indicios, de que el archivo del ejército invasor de Napoleón se quedó en Burgos en su huida alumbró un empecinamiento que fue a más en cuanto el olor de los subterráneos, del misterio, de lo desconocido, de la gloria de los descubridores penetró en su alma de militar sacrificado e ilustrado. 

Centeno creyó ver en las ruinas de la fortaleza y sus alrededores, trazas de un pasado histórico remoto en el que apreció la presencia de los romanos y anterior en este cerro, un dato que luego se sumaría a su delirante búsqueda. Algunos años después encargó informes a expertos extranjeros que verificó con un profesional español y vino a concluir, asumiéndolo sin atisbo de duda, que los informes radiológicos -con la tecnología de la época- indicaban la presencia de una gran acumulación de metales preciosos en un espacio reducido.

Quizá un cofre, quizá un tesoro... Centeno siguió adelante con sus investigaciones sobre el terreno, rebuscando entre la documentación sobre la invasión francesa y, sobre todo, dando vueltas al asunto en su propia cabeza, convenciéndose de sus propias conclusiones. El general, ya instalado en Burgos definitivamente, acabó por determinar que aquellas riquezas no podrían ser otra cosa que el tesoro del rey Pedro I, con miles de monedas de oro y plata y joyas y otros objetos de valor labrados con metales preciosos. Ni siquiera la guerra civil borró su determinación.

Centeno, además, estaba convencido de que existía una red oculta de galerías bajo las faldas del cerro del castillo  gastó cantidades ingentes de energía, tiempo y dineros buscando una entrada secreta e intentando conectar los subterráneos conocidos con aquellos en los que dormía el singular tesoro.

El viejo general fue un prototipo, sin ser burgalés, de un personaje típico en estas tierras, caracterizado por un idealismo y una determinación infinitos, de una tenacidad a toda prueba y una facilidad para llamar a todas las puertas en busca de respaldos a sus propios asuntos. Llamó a las del ayuntamiento hasta que secó sus contactos y los bolsillos que pagaron sus indagaciones.

Organizó colectas y tiró de la chaqueta a cuántos prohombres conocía, que no eran pocos por su posición, en busca de más fondos para enterrarlos bajo el castillo en su ya larga búsqueda del tesoro. Llegados ya los años 50, con casi 80 a sus espaldas, la fiebre del buscador le dio tregua, que no luz en su laberinto. El 1961 cumplía los cien años y la ciudad rindió un homenaje que fue televisado a este «gran arqueólogo» que fue un «ilustre militar » y «amante de las artes y de las letras».

Se equivocaba el viejo general. Entregó su vida a una ensoñación, a un empecinamiento ilustrado. Fue víctima de la fiebre del oro, del orgullo, de los sueños de la razón. ¿Estaba loco el general o los locos eran ellos? 

Una estrella fugaz,

Un deseo poder volver

Locos a los cuerdos

Para que puedan ver

Que los locos son otros,

Los locos son ellos.

(La M.O.D.A. 2017)

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