El Correo de Burgos

La quietud como destino

Las hospederías monásticas como la de San Pedro de Cardeña ofrecen una experiencia espiritual de calma cada vez más demandada. 

Eduardo, Gloria, Amadeo y Chus -junto a sus hijos, Carla y Lucas- charlan en la pequeña biblioteca de la hospedería de San Pedro de Cardeña con fray José Luis, responsable de la acogida.

Eduardo, Gloria, Amadeo y Chus -junto a sus hijos, Carla y Lucas- charlan en la pequeña biblioteca de la hospedería de San Pedro de Cardeña con fray José Luis, responsable de la acogida.SANTI OTERO

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Burgos

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El silencio suena en San Pedro de Cardeña. Cada paso, cada gesto, lo rasga y lo subraya. Ni una reunión de siete personas -nueve con fotógrafo y redactora- en el pequeño habitáculo que ejerce de biblioteca para los huéspedes logra acallarlo. Dos de los presentes están a punto de partir y una familia de cuatro ha pasado allí su primera noche.

Completa la escena fray José Luis, anfitrión y responsable -sin premeditación- de humanizar la vida monacal de clausura. Observa atento, con esa franca sonrisa que siempre lo acompaña, las reacciones de los visitantes, preguntados por su experiencia como usuarios de tan atípico alojamiento. 

Se arranca Eduardo, avezado periodista de padre español, nacido en México, criado en Estados Unidos y afincado ahora en Francia que ha recorrido más de medio mundo como corresponsal. Ha pasado tres días en la hospedería junto con sus parientes Gloria y Luis, madre e hijo, familiares todos de Román, uno de los habitantes de la abadía, y marcha seguro de que podrá concretar lo que le ha aportado esta experiencia cuando, por contraste, retome el ritmo cotidiano. Está seguro, eso sí, de que se va con la misma intriga que trajo. O más. «Siempre me han atraído los monasterios, los conventos, la dedicación de los monjes, su empeño. Para mí es incomprensible llevar la vida que llevan, no lo puedo entender, pero lo admiro, y ahora, tras verlo de cerca, lo entiendo menos y lo admiro más», relata.

A su lado, Gloria asiente. Su experiencia, sin embargo, es bien distinta. Tiene fe, mucha fe. Y alojarse en San Pedro Cardeña la ha avivado todavía más y le ha servido, sostiene, para «confirmar que existe otro mundo, otra vida». «Me ha gustado tanto acercarme a esta realidad diferente que no he sentido la necesidad de salir, quería permanecer aquí y participar en todos los actos y momentos posibles», explica, para lanzar su particular respuesta al enigma planteado por su acompañante: «Es la fe lo que sostiene estos lugares, lo que mantiene a los monjes».

Amadeo escucha atento. Es su turno. Pero antes de exponer las razones, toca presentar a sus compañeros de aventura. Se aloja en este cenobio burgalés, apartado física y espiritualmente del mundanal ruido, con su familia, su mujer Chus y sus hijos: Carla, de 9 años, y Lucas, de 11, pegado a una cámara de fotos. Primera sorpresa.

No suelen abundar huéspedes tan pequeños, reconoce José Luis. Pero los citados hablan y dejan claro que, al menos en este caso, la edad no impide asumir las particularidades de un formato tan peculiar de turismo de interior, literalmente, por aquello de la introspección. Llegan de Madrid y tras unas fiestas «de locura» y encuentros buscan «un poco de silencio y calma antes de retomar la rutina». El sitio es inmejorable para alcanzar tal objetivo. «Y además es chulo, rezuma historia y nos parecía muy interesante», añade el padre. 

Es Lucas, sin embargo, el que da la clave: «Venimos a bajar un poco las revoluciones, a estar tranquilos», afirma con soltura y seriedad, para regocijo de todos los adultos. Carla, mientras, sonríe con los ojos y añade que cuando conoció el plan pensó que «podía molar».

Chus reconoce que sus hijos se adaptan a todo y al aliciente de la quietud, como contrapunto a un día a día plagado de actividad, añade la oportunidad de que la estancia les muestre esa otra forma de vida, la monacal, que sin querer se convierte -dados los testimonios- en un atractivo más para el que opta por este tipo de alojamiento.

«Venimos a bajar un poco las revoluciones, a estar tranquilos», afirma con soltura y seriedad Lucas, de 11 años

San Pedro Cardeña, enclave con solera, cenobio trapense con siglos de historia, lugar cidiano por excelencia, paso de peregrinos y tesoro artístico, es uno de los cientos de monasterios que en la región (más de una decena en la provincia de Burgos, desde Las Huelgas o el monasterio de San Bernardo de la capital o los de Silos, Palacios de Benaver o La Vid en la provincia, entre otros) ofrecen su hospedería a quien desee disfrutar de una experiencia que huye de cualquier apelativo que la aproxime al turismo al uso: de comodidad, fastos y agendas repletas.

El lugar que sirve de ejemplo, ubicado en el término municipal de Castrillo del Val, lo deja claro en su presentación en la red de redes: «Es una casa de oración, reflexión, silencio y recogimiento que busca favorecer el encuentro consigo mismo, con Dios y con el prójimo. No es un restaurante, ni un hotel. Disponemos de 24 habitaciones con calefacción y baño completo para quienes busquen un espacio de paz y sosiego, donde poder vivir una experiencia espiritual de reflexión, recogimiento y calma interior».

El perfil de los huéspedes es tan diverso como deja entrever la selección que recogen estas líneas. Y la religión no es un requisito indispensable. Hay quien llega movido por la fe, claro, pero también y sobre todo, a modo de denominador común, quien recala en busca de un lugar tranquilo que facilite la desconexión. En este caso, de hecho, el wifi se reduce a la biblioteca y la cobertura de móvil, aunque ha mejorado, es bastante ‘justita’ por obra y gracia de los gruesos muros. No extraña, pues, que incluso sea un lugar elegido por opositores para concentrarse en su preparación.

Más allá del entorno, la apuesta de las hospederías es convertirse en hogar para los que llegan. «Intentamos que se sientan en su casa y como allí hay tareas, aquí también», comenta divertido José Luis. Una vez instalados los huéspedes nadie entra en su habitación, ellos se encargan del orden y la limpieza, y en el comedor -al que sí han de acudir a la hora fijada- deben servirse la comida que el monje responsable de la cocina elabora cada día para sus hermanos y los visitantes, que comparten la misma mesa. Luego, claro, toca fregar los platos.

Para algunos, según la vida a la que estén habituados, estos gestos pueden llegar a ser la verdadera experiencia ‘religiosa’. Para la gran mayoría esta sencilla rutina, ajena a todo lo demás, subraya aún más la revolución interna que deseada o no suele activarse en estos lugares. 

Con o sin fe, quien se alberga en estos lugares busca, «sobre todo, parar», afirma fray José Luis, convencido del que ofrecer sosiego es una forma actual de atender al pobre

«En ese desconectar que se persigue surge la conexión con la realidad monástica, de comunidad y de rezo. Porque aquí todos están invitados, que no obligados ni mucho menos, a acompañarnos en la oración», explica José Luis, para señalar que son siete los momentos diarios en los que acuden a la capilla -en verano pasan a la iglesia «porque hay más gente y el buen tiempo lo permite»- y casi siempre, incluso en la vigilia de las cinco de la mañana, suelen tener compañía. Su rezo, siempre cantado, tiene algo especial, aseguran. «Amansa», reconoce.

Este es el único momento en el que monjes y visitas comparten espacio. El resto del día los primeros se dedican al ora et labora, regla monástica fijada por San Benito de Nursia en el siglo VI que observan estrictamente los cistercienses de San Pedro de Cardeña.

Es de hecho su vocación de atención al pobre y al peregrino («y de ambas cosas todos hoy tenemos bastante») la que impulsa su servicio de hospedería. Porque, según indica el responsable de la misma, la falta de sosiego y calma también es una carencia importante y quizá una de las más acuciantes hoy en día. De hecho, percibe este ‘sector’ un auge de la demanda y, sobre todo, un cambio de perfil. «Cada vez son más los que llegan no por razones espirituales, al menos de forma consciente, sino por parar», confirma, y reconoce que tantos años tras el teléfono le han afinado el detector de necesidades.

«Si alguien quiere venir con urgencia, es mala señal», explica, para dejar caer al hilo que acumula también unas cuantas anécdotas impulsadas en parte por lo peculiar de la experiencia, como aquel que sintió la necesidad de confesarse tras sesenta años sin hacerlo, la mujer adinerada a la que sus hijos retrataron fregando para la posteridad o la pareja que se casó tras conocerse en la abadía.

De vuelta al servicio que ofrecen, José Luis deja claro que, en su caso al menos -el donativo incluye desayuno, comida y cena-, este no ayuda precisamente a la sostenibilidad económica del monasterio. «En verano quizá sí cubrimos gastos, hay más gente y no hace falta calefacción, pero en los fríos inviernos de Cardeña no sale a cuenta para nada. Entendemos que debemos hacerlo porque tenemos vocación de acogida», aclara. Y de escucha, lo que explica que haya quien acuda a ellos «sencillamente para hablar», con o sin confesión. Esta es al parecer otra necesidad de hoy que cubren: «Mucha gente hoy ni siquiera busca orientación, solo atención para soltar lo que llevan dentro», cual spa para el alma. Todo incluido.

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