El Correo de Burgos

III CONCURSO DE PREMIOS/ PRIMER PREMIO

¿Con quién se carteaba Miguel?

Por: Javier Romero

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Burgos

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Eran las seis de la tarde y Miguel sabía que la película estaba a punto de terminar. Pese a su corta edad, había prestado mucha atención a aquellas imágenes en blanco y negro donde Humprey Bogart no paraba de fumar.

- Uhm… -masculló entre dientes-, “presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”. ¡Me gusta esa frase!

Y sin mediar palabra se levantó de un brinco del sofá para buscar una libreta y un bolígrafo. Salió corriendo de casa y fue a buscar la bici.

- ¡Mamá, papá, me voy a dar una vuelta!

     No había ningún amigo del colegio en el pueblo ese fin de semana. Todos estaban de vacaciones. Sólo tenía la bici como compañera de juegos y esa tarde salía a merodear por la sierra.

     Desde muy pequeño había vivido rodeado de historias que su padre le contaba sobre las excavaciones en Atapuerca, y lo que más le impresionaba eran los hallazgos que iban apareciendo día tras día. Pero ni las mandíbulas de musarañas, ni los bifaces, ni las tibias quebradas y ni siquiera los cráneos despertaban ya su curiosidad. Sólo pensaba en aquella incompleta mandíbula que debió de pertenecer a un niño de su edad, y que su padre había encontrado en los yacimientos. ¿Quién habría sido aquel niño de siete años? ¿Y a qué podría haber estado jugando por esos parajes hace más de un millón de años?

     Era una tarde de verano espléndida y en cada pedalada iba notando Miguel cómo el aire fresco ensanchaba sus pulmones. Llegó hasta un recodo en donde el camino quedaba más resguardado. Allí se bajó de la bici, arrancó una hoja de la libreta y comenzó a escribir con esmerada ortografía:

Querido amigo, me pregunto qué te pudo pasar hace tantísimo tiempo. Seguro que te perdiste jugando al escondite con tus amigos, y mira, ahora, después de tantos años te hemos encontrado. Bueno, ¡sólo tus dientes! Le dije a mi padre que pusiera uno debajo de la almohada para ver qué traía el ratoncito Pérez. Me quedé con tu cuaderno y con tu boli de colores. ¿No te habrás enfadado, verdad? Por si acaso, te lo he traído. Te escribiré en él todos los días. Me voy a casa. Se me ha olvidado traer la merienda. ¡Hasta mañana! Miguel.

     Miguel arrancó el papel, lo dobló y lo colocó bajo una piedra que encontró en el borde del camino. Volvió a casa justo a la hora de cenar. Aún no había oscurecido. Era una agradable noche de verano.

     Al día siguiente, volvió a salir y cumplió con el mismo ritual del día anterior, solo que esta vez, se acordó de coger un zumo de piña y un bocadillo que él mismo preparó. Aparcó la bici en el mismo lugar y lleno de sorpresa se apercibió de un detalle: la carta estaba totalmente abierta y alguien había escrito algo con muchas faltas de ortografía.

¡Hola Miguel! Muchas gracias por tu carta. Me preguntas qué me pasó hace tanto tiempo. ¡Pero si lo sabe todo el mundo! Estuvimos viviendo aquí hace mucho. ¡Yo no me he escondido! Hemos vuelto porque mi padre así lo ha decidido. ¡Ah! El diente del que hablas debe de ser el colgante de nácar que perdió mi madre y que era recuerdo de mi abuela. Si te acuerdas el próximo día me lo traes, ¿vale? Me alegro de tener un amigo aquí. Ya no me acordaba de cómo era el pueblo y pensé que no iba a encontrar a nadie. ¿Qué te parece si quedamos? Ven a la una y media, antes de comer. Te espero. Tu nuevo amigo, Luis.

     Miguel se quedó embobado pensando en Luis, y en cómo podría haber descubierto ese recodo del camino. ¡Y mucho más aún, haber leído y contestado su carta! Sin perder un minuto, rasgó otro papel y contestó la carta:

¡Te llamas Luis! ¡Qué sorpresa! Pero, ¿es que has venido de la Prehistoria para estar conmigo? Mañana no voy a poder estar a las doce. Me voy a la piscina: tengo natación. Pero podré estar aquí mismo por la tarde, a las seis y media. Vendré en bici. Estoy muy sorprendido; cuando cuente a mi padre que tengo un amigo antecessor no se lo va a creer. A lo mejor, ¡hasta me dan un puesto importante por haberte conocido! Tu amigo, Miguel.

     Al día siguiente, Miguel era todo un saco de nervios. No podía esperar más. Incluso en la piscina, nadó más rápido que nadie esa mañana y parecía que se estaba jugando una medalla. ¡Qué prisa tenía porque llegara la tarde! Y la tarde, llegó.

     Cogió  la bici y pedaleó como un loco hasta llegar al lugar de la cita. No había nadie aún. Pero había una nota:

¡Hola Miguel! Vale, no te preocupes si no puedes venir a las doce. Nos vemos por la tarde. Oye, ¡qué cosas tan curiosas dices! Bueno, soy algo mayor que tú, pero de ahí a que me digas que vengo de la Prehistoria… ¡Hasta luego! Luis.

   Estaba a punto de guardar el papel cuando oyó a alguien pronunciar su nombre.

- ¡Miguel! ¡Miguel! ¿Estás ahí? ¡Miguel!

   Se percibía en aquella voz la inquietud y prisa por obtener respuesta.

- ¡Sí, sí, estoy aquí!- contestó Miguel. Y salió rápidamente a su encuentro.

- ¡Andá! Así que tú eres Miguel. ¿Cómo estás? Yo soy Luis. Me gusta venir aquí porque se anda bien con la bici.

- ¡Y tú eres Luis! Pero, no vienes vestido con pieles de oso, ni traes los pies descalzos, y ¿esa bici?... ¡Y llevas aparato! Son brackets, ¿no?

- ¿Pero qué dices? Oye, eres un poco raro, ¿sabes? Pero no me importa, me has caído bien. Ya me han dicho en el pueblo que tienes siete años. Yo voy a cumplir once. Por lo visto, eres el único niño que se ha quedado aquí este verano, y creo que juntos podemos pasarlo bien. He traído canicas de pokemon, ¿jugamos? Ah, por cierto, ¿te has acordado de traer el colgante de nácar?

- Ehmm… - vaciló Miguel. Su expresión delataba confusión.

     Se quedó mudo por un instante y pensó que la mejor manera de salir de ese embrollo era en comportarse como ese chico al que acababa de conocer, con firmeza y aplomo. Así que, intentó fingir más edad de la que tenía; con aires de hombre maduro agarró por los hombros a su nuevo amigo y avanzó unos pasos mientras decía:

- ¿Sabes, Luis? Presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad.

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