El Correo de Burgos

«Yo quisiera que esto fuera eterno»

Amando Quintano vive como un flan y con responsabilidad el homenaje que esta noche recibirá El Patillas en Cultural Caja de Burgos

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Burgos

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A.S.R. / Burgos

El duende que corretea por su suelo construido de mil y un sueños y trepa por sus paredes empapeladas de un millón de amigos se está echando la siesta entre guitarras, laúdes, bandurrias y mandolinas. La complicidad de la luna deja paso a la compañía del sol en El Patillas. Calma chicha en el local, en el templo de la guitarra, en el ateneo de la música, que le gusta decir al amo y señor del lugar. Ahí está él. Amando Quintano corta trocitos de jamón en una mesa con la conversación de dos parroquianos que desconocen que esta noche la fiesta se traslada a Cultural Caja de Burgos. Allí se citarán los artistas grandes y pequeños que han sido, son y serán, los tristes y los alegres, hablones, mamones y bebones, las chicas guapas... Y él, dice, está hecho un flan. «Es una responsabilidad para mí, es un elogio de los músicos, que van a ensalzar toda mi vida», apunta al tiempo que aclara que no ha preparado el pañuelo porque él solo llora por dentro: «Soy un pequeño tabernero, pero mis actos y mis sentimientos son grandes para todos los que vienen por aquí».

Con la llegada de la luna, la taberna es otra, «es una maravilla, explosiona el duende, se le ve pulular por aquí, con la magia, con el arte».

Las paredes del Patillas guardan secretos inconfesables, conspiraciones de fantasía, historias de amor y desamor, cuentos de músicos que soñaron, capítulos de vidas más y menos gozosas...

«Yo quisiera que esto fuera eterno», desea en voz alta Amando, con sus ojos vivarachos compitiendo por acaparar una atención que siempre será para las patillas de este señor de setenta años que ni oír quiere hablar de jubilación -«ni esa palabra, ni ancianitos ni ostias de esas pongas, quieren que me vaya, pero cómo me voy a ir sí aquí estoy feliz»- y que suspira porque quien venga detrás de él mantenga este local con el mismo espíritu con el que su abuelo Elías, recién llegado de Villadiego, lo abrió el 2 de enero de 1914.

«Montó una taberna para que todos sus amigos y todo el espontáneo que viniese tocara aquí. A ellos los dejaba los instrumentos que quisieran», cuenta Amando y remarca que él es fiel a la misma filosofía, encantado porque cada noche disfruta de un concierto nuevo, de chicas guapas «y de cosas que no ocurren en ninguna otra parte del mundo».

Él entró el 14 de abril de 1982. Compartió delantal con su padre, Baldomero, «el que más mérito tiene aquí porque estuvo sesenta y tres años, del 36 al 99, sin cerrar ni un día, solo en la Virgen de agosto».

Habla de su progenitor con admiración -Buen Vecino de Burgos y con una calle- y con emoción lo hace de su mujer, Chari, con la que se casó en el noventa y a la que hoy echará un baile. Es ella la que consigue descolocarle unos instantes. «Me salvó la vida y la taberna. Se lo debo todo a ella», subraya al reconstruir al detalle el jamacuco que sufrió hace un año. El estrés y la nicotina lo llevaron un mes al hospital. Ahora vive encantado con la Ley Antitabaco aunque confiesa echar de menos el duende que habitaba el humo.

No importa. Ese duende continúa ocupando el resto del local. Ha protagonizado momentos gloriosos y acompañado visitas ilustres. La última que recuerda Amando es la de Joan Baez, a la que alguien en Nueva York aconsejó visitar El Patillas en su gira por España. Bailó y cantó y hasta tuvo confidencias rosas con la gran dama de la canción protesta. Ni a ella ni a Pablo Sainz Villegas, guitarrista burgalés que se ha llevado un trozo del alma del local a Manhattan, ha mandado El Patillas a la puta calle. A ella sí le regaló un chupachups.

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