El Correo de Burgos

HISTORIA

El legado de una prenda en peligro de extinción

El historiador Juanjo Martín repasa el origen, contexto social e impacto económico de la boina en Pradoluengo y La Rioja con el objetivo de poner en valor este «extraordinario continente de patrimonio industrial»

Prueba ciclista en Pradoluengo en los años 20.-ECB

Prueba ciclista en Pradoluengo en los años 20.-ECB

Burgos

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«A los niños se les encasquetaba ya la boina estando en la cuna», comentaba con sorna el fabricante Agustín Mingo de Miguel en los «años de gloria» de una prenda inevitablemente asociada al medio rural. Corría la década de 1930 y Pradoluengo, junto a la riojana Ezcaray, producía más de cuatro millones de unidades anuales. El negocio iba viento en popa y se benefició económicamente a costa de la Guerra Civil. La contienda supuso un «punto de inflexión positivo» para «dos de los pocos centros textiles situados en la zona sublevada». La elaboración «a destajo» de boinas rojas para los requetés dio paso a una diversificación del mercado. Mantas, pasamontañas, jerseys o calcetines -más de 200.000 docenas- al servicio del franquismo. Después, la industria se mantuvo estable hasta el «desarrollismo» de los años 60. A partir de ahí, el castillo de naipes comenzó a desmoronarse.Al historiador Juanjo Martín, profesor de la Universidad de Burgos (UBU) y pradoluenguino de pro, siempre le ha fascinado el origen, evolución y decadencia de una prenda que puso en el mapa a su amado municipio. Su interés radica fundamentalmente en la necesidad de proteger un legado patrimonial que no debe caer en el olvido. «Qué más da que se escriba con bé o con uve», dijo en su día el fabricante Roque de Miguel, alias ‘Roquito’. Y qué mejor homenaje que parafrasear a su paisano, cuya máxima preocupación era que «haiga pedidos (sic)», para dar título a un esclarecedor y concienzudo artículo, publicado en la revista riojana Belezos, en el que repasa la trayectoria vital de esa «especie de casco protector» que permitía a labradores y obreros «salvaguardarse del sol, del frío y de la suciedad».Pocas boinas -que no txapelas- se ven hoy en las ciudades. Sus portadores, salvo neorrurales excepciones, pertenecen a la tercera edad. Lo mismo ocurre en los pueblos, aunque el número de usuarios es más elevado. Ahora bien, resulta prácticamente imposible desterrar el prejuicioso estereotipo de épocas pasadas a pesar de que también fue usada por «comerciantes, profesionales liberales y gente de toda condición». Sobre este fenómeno profundiza con acierto Martín en su investigación. El tópico comienza a forjarse a partir de los 60. Por aquel entonces, Pradoluengo aún contaba con seis firmas. Sin embargo, el negocio estaba cada vez más cerca de «truncarse» debido al «éxodo a las grandes ciudades». La estampa permanece intacta en la retina de quienes se mudaron a las capitales de provincia en busca de un futuro más próspero y de todos aquellos espectadores que han revivido esa época gracias al cine o la televisión.Con sus «boinas caladas y sus maletas atadas con cuerdas», miles de personas dejaron atrás el pueblo para toparse con una desagradable realidad social nada más llegar a su destinos: «su imagen ridiculizada por los habitanes urbanos por una supuesta ‘cultura elitista’».El choque, apunta Martín, conllevó un progresivo «desprendimiento» de la boina. La identificación de los recién llegados como «paletos» provocó un cisma generacional irreversible: «los hijos y nietos poco o nada quisieron saber de aquella etapa negra». No en vano, «padres y abuelos resistieron los envites», de tal manera que el uso de esta prenda quedó «reducida a grupos testimoniales» que han sobrevivido hasta nuestros días. Sin embargo, el historiador concluye que «cuando estos representantes desaparezcan, con ellos habrá desaparecido la boina en España como prenda de vestir».Sea o no cierta su hipótesis, resulta conveniente recabar testimonios para mantener vivo el legado histórico de la boina. En su artículo, Martin rememora el proceso de elaboracion a través de antiguas boineras como Teodora González, cuya «mirada» hace «revivir las máquinas hoy ya paradas». Tampoco se olvida de la otrora próspera factoria Mingo, luchando contra viento y marea durante los últimos compases del siglo XX hasta que «sucumbió» en 2001. Con tan solo 9 obreros que «rememoraban tiempos mejores» y una producción diaria de 450 unidades, esta firma familiar, en pie desde 1932, echaba el cierre dejando atrás «gran parte de la historia industrial pradoluenguina». Eso sí, a los Mingo aún les quedan páginas por escribir en la villa textil gracias a una prenda que nunca pasa de moda pese a que las ventas no sean boyanes. Que se lo digan a José Manuel, «uno de los pocos fabricantes de calcetines que sobreviven en la actualidad».«Aunque la última fábrica de boinas cerró ante la bajada de ventas, aún estamos a tiempo de que sus muros no se arruinen». Con esta declaración de intenciones, Martín subraya la necesidad de poner en valor este «extraordinario continente de patrimonio industrial». La factoría Mingo bien merece un proyecto de musealización y el recado -en forma de plan integral en el municipio pendiente de ejecución- hace tiempo que llegó a oídos de la Junta de Castilla y León. Sea como fuere, el docente de la UBU remarca que «de nosotros depende».

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