El virus de la boca grande
Este espacio tenía hoy en origen una sola destinataria, una dama, sí, con la boca tan grande que en lugar de hablar dejaba caer palabras que, al llegar al suelo, montaban un estrépito tal que se veía obligada a recoger y disimular. Pobre. Se llama Mónica Oriol y es empresaria.
A estas alturas sabrán a santo de qué dedico unas líneas a la citada. Sumen a ello mi estado reventón –a un par de meses de ver la cara de mi segundo vástago- y espero que comprendan mi indignación por las declaraciones recientes en las que la susodicha cerraba las puertas del mercado laboral a mujeres de entre 25 y 45 años con intención de procrear en algún momento de su vida fértil. Ole tus ovarios bonita, ¿o prefieres huevos? Porque hay que tenerlos muy gordos para soltar tal gracia y quedarse tan ancha. De poco me vale que luego trates de enmendarla y afirmes que solo querías evidenciar la falta de apoyos a la conciliación en las leyes actuales, esas que por lo visto empujan a empresarios a hacer cosas feas en contra de su voluntad magnánima. Si querías denunciar, haber denunciado, porque por desgracia hubieras tenido mucha razón.
Ahora que, puestos a poner excusas para no contratar si a las de menos de 25 las achacas nula experiencia y a las de más de 45 demasiada edad... listo, todas en casita con la pata quebrada a menos que presenten una declaración jurada de que jamás tendrán el capricho de gestar mientras puedan, que por lo visto es la única vida familiar y personal que se contempla. De tener pareja, un perro o intención de invertir tiempo en algo que no sea incrementar la productividad de la empresa que te paga, ni hablamos entonces.
Si por ella fuera, deduzco, yo me quedaría en casa con un exiguo subsidio, de esos que Oriol reclamó reducir porque crean parásitos, y pintaría el dinero para sufragar unos estudios que eviten que mis hijos sean ‘ni-nis’, de esos que también doña Mónica opinó que «no sirven para nada» y que no se les debería pagar un salario mínimo «que no producen».
Pero lo dicho, ella -dueña de la empresa de seguridad privada Seguriber, para más señas- era el objeto de mi ira en teoría cuando surgió un competidor de tanta altura como desvergüenza. Sí, a él me refiero, a ese señor que llegó «más que comido» empachado de sí mismo a la política y tiene en sus manos la sanidad madrileña. No repasaré sus versos recientes porque basta teclear su nombre, Javier Rodríguez, en Google para tropezarse con ellos, una oda a la bajeza.
Y digo yo, ¿no será el que ambos padecen el virus realmente preocupante que azota este país lleno de bocazas con poder y cargo?