El Correo de Burgos

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VIVA EL ‘PERDIMIENTO’, expresó hace unos días un gran conocedor del territorio burgalés -y seguro que de muchas más- como es Salvador Domingo, ese hombre grandote ‘pegado a una barba’ y eterno vigilante de la provincia desde ese magno caserón que es la Diputación, quien siempre se empeñó en hacer de los paisajes y rincones burgaleses un atractivo abanico de sorpresas aún por descubrir.

A pesar de lo mal que suena la palabrota, y sin importar en el fondo si existe o no, me mostré de acuerdo con el sentimiento que motivó la espontánea expresión de Salvador, como fue el deseo de recuperar esa práctica tan de todos de salir de casa y echar a andar -o a conducir mientras oyes musiquita o mantienes una amena conversación con quien te acompaña-, y dejarse perder.

Se trata de no saber con total precisión dónde te van a llevar los pies -o las ruedas-, abriendo así la puerta a las muchas sorpresas que uno puede encontrar en su paseo.

Sí, ya sé qué estarán pensando los más prácticos y escépticos del lugar, que donde esté un buen navegador que se quite lo demás, que para perderse ya están los ociosos. Que sí, que ya. Pero es que yo soy de las que opinan que tampoco puede ser bueno tenerlo todo bien clarito, bien atado y bien sabido, además de demasiado aburrido, saber en todo momento qué hacer, por dónde ir o en qué pensar.

De acuerdo en que no está de más tener a mano un mapita por si dicho ‘perdimiento’ dura demasiado. Y más si como yo, no hay viaje en el que no acabe perdida, a menudo sin quererlo. Pero tampoco pasa nada por dejarnos llevar, pues estoy convencida de que tras el camino marcado siempre hay gentes, parajes y lugares por descubrir.

Y con ellos conversaciones lentas y pausadas con hombres bigotudos; humos de pueblo casi olvidados tras el tradicional asado de unos pimientos de la huerta; monasterios pétreos que empeñados en perdurar mantienen espléndidos pasados escondidos entre los bosques que los cobijan desde hace siglos; valles que desde el otro lado de un mirador se extienden más allá de nuestra vista tan anchos como largos o riachuelos que desde el fondo de un desfiladero corren sin parar mientras muere de envidia quien les mira. Y todo eso con sólo andar y observar.

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