El Correo de Burgos

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El reloj de las fiestas mayores de una ciudad como la nuestra, es redondo y tiene picorota. Es de toldo a rayas y por la noche suena a caballo y domador adornados. Suena y sueña también. Este año ni circo ni peñas ni toros ni dios que lo fundó. Está claro que me he organizado malamente y cuando no ha sido por una cosa, ha sido por otra. El caso que estando en Burgos he dejado pasar de largo las mis y una noches de este San Pedro con la confianza de que siempre habrá otro año que nos deje disfrutar y emborracharnos por un día. De lo anterior, sólo me juré no asistir a los toros porque siento que me han robado el sol que gobernaba con arte, el albero. Arena que cuando se moja, saca su mejor color. Años atrás, sentado a sol y sombra, miraba a quienes aún conservaban su abono y recontaba aquellos que ya no se sentaban donde siempre. Para eso hay que llevar unos pequeños prismáticos que pasan desapercibidos. La cubierta redonda ha hecho de nuestra vieja plaza de toros, un lugar para muchas artes, pagando un precio muy alto. No hablo de dinero. Tampoco se puede echar un faria para hacer humo y jugar con sus formas cuando suben. El sol y la sombra hacen también de reloj a media tarde y sobre el suelo se dibujaba el contorno del toro herido. Ahora, no hay una sombra única, hay un espectro de sombras circulares que vienen del arriba perimetral. Bueno, digamos que hemos conseguido que el capote nunca se mueva por culpa del viento y la lluvia, agoste la feria. Tenemos una plaza, bien. Pero ya no es una plaza de toros, aunque les haya. Al parecer, no alcanzaron los cuartos para destaparla con un “clic” y cerrarla también al marchar. Por poco más pudiera haber sido. Pero es el circo mi obsesión desde niño por llevar dentro, vida propia. Si alguna vez me confieso y cuento la verdad, es la vida que siempre quise tener. Una ciudad en sí misma que viaja por carretera y repite el espectáculo de feria en feria. Ser propietario de un pequeño circo es tener una pequeña ciudad en tus manos. Algo vivo y libre donde puedes enseñar lo mejor de ti, a tus hijos, sin ataduras ni prejuicios. Para enseñar que algo es tuyo, hay que vivir el silencio del trapecio y la risa del payaso. Para sentirte importante hay que ver llenas las gradas con abuelos y nietos. La vida se expresa con reglas propias en el mejor espectáculo del mundo. Domador, equilibrista, bufón o hipnotizador de serpientes. Muchas veces me he preguntado, cual sería mi papel en esa ciudad por mí, imaginada. Quizás, el de los platos chinos.

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