El Correo de Burgos

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ESTOY TRISTE. Un poco, no se crean, la cantidad justa que el devenir de la vida permite. Es una de esas tristezas cansadas que hasta que no cumples unos cuantos años no conoces. No es de aquellas otras, de estómago y berrinche, de esas que aún aparecen a ratos, aunque por razones mucho más selectivas que las de, por ejemplo, la impetuosa adolescencia. Es una tristeza próxima al hastío, puede confundirse incluso con ese cansancio resignado.

No me lo notarán quienes tratan conmigo de manera habitual. No es de esas emociones que salten a la vista. Más bien es de aquellas que se agarran al corazón y lo oprimen a ratos, solo a ratos.

Me asalta especialmente cuando me asomo a las redes sociales, ese ágora de locos al que solo me atrevo a entrar como mera observadora. Me arrepiento en ocasiones. También cuando escucho tertulias y debates con ínfulas de duelos de mentes lúcidas y culos pelados. Lo mismo, punzada que va.

Y es que todo es absurdo. Cada detalle, cada anécdota, incluso, genera un sinfín de defensores y detractores cargados de argumentos siempre inamovibles. Todos en posesión de la verdad y superiores moralmente al parecer al que discrepa. O duda, incluso. Ese es mi pesar: el descrédito que hoy en día sufre la duda.

Me maravillan todos aquellos que ya en el minuto número uno tienen una opinión formada de cualquier asunto, por complejo que sea. El forofismo ideológico suele ayudar a tales posicionamientos exprés, pues omite cualquier escala de grises del planteamiento y permite incluso traspasar la línea roja de la intolerancia y todos esos -ismos ‘chungos’ contra los que no pocos se han dejado la vida a lo largo de la historia.

Lo siento, por ahí no paso. Yo me apeo de esta corriente acelerada de interesados juicios sumarísimos que, a la postre, se lleva por delante cualquier atisbo de humanidad que como sociedad puede que nos quede.

Estoy triste. Veo como un hombre roto de dolor por perder un hijo se abraza a otro al que le culpan de una masacre solo por profesar una religión. Veo como hay quien desde el valiente anonimato insulta a ese padre hundido por un gesto, un simple gesto que, afirma, le alivia la pena infinita. Y ahí sí se me encoge el estómago y me arde la garganta. Y dudo. Y confío en que sean minoría los que odian. Y vuelvo a dudar. Y a la vez confío porque también sobran razones. Yse me escapa una sonrisa que mitiga la tristeza. Y vuelta a empezar.

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