El Correo de Burgos
Imagen de la Puerta del Sol de Madrid, esta primavera.

Imagen de la Puerta del Sol de Madrid, esta primavera.AMR

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Retorceré el título del primer éxito cinematográfico de Paco Martínez Soria para llevarlo a mi terreno. Mejor dicho, para embarrarme yo en el suyo. Como recordarán, este filme dirigido por Pedro Lazaga narra la historia de un mañico que se instala en Madrid para transitar su viudez en compañía de sus hijos, que viven en la capital con sus respectivas familias. Allí le sucederán al protagonista -acostumbrado a los ritmos cachazudos y la tradición de la vida rural- todo tipo de desventuras y sustos metropolitanos.

Hace unos días, sin la gallina debajo del brazo ni la matanza en una caja de cartón, me planté en Madrid. Fue un viaje relámpago, un ir y venir a un lugar que no visitaba hace casi cinco años. Visité a un querido amigo, que es de las pocas razones que me lleva a rebasar Somosierra con cierta alegría y sin pensarlo mucho.

Arribé en la estación de Chamartín y me sentí una hormiga más de la plaga que amenaza a Charlton Heston en Cuando ruge la marabunta. Un río de gente salía de los vagones para dirigirse a sus respectivos destinos, todos a un paso ligerísimo mientras el ruido de las obras adyacentes amenizaba la vida de la estación. Luego, en metro hasta la Puerta del Sol, que -a pesar del paso del tiempo y el arboricidio cometido en las últimas décadas- continua concentrando a ‘gatos’, forasteros y pícaros de aluvión como en La busca de Baroja. Tras el pasar la mañana en un acto profesional con mi querido amigo y otros allegados, acabamos algunos en una terraza cerca de Callao. Ellos quizá no, pero yo no dejaba de observar el imparable gentío que pasaba a nuestro lado, los distintos acentos e idiomas que parloteaban, los ‘looks’ tan variopintos que lucían en aquella tarde de mayo que bien podía ser de agosto. Sólo pude sonreír en alguna ocasión, levantar las cejas en otras o recolocarme la imaginaria boina de don Paco que llevaba puesta a rosca en mi cabeza.

La vuelta a Burgos la hice en autobús. Al intercambiador de avenida de América fui en taxi y disfruté de varios atascos, un par de momentos dignos de Fernando Alonso por parte del conductor y los 40 Principales en la radio. Agradecí no escuchar una emisora de ‘derechas’ dando la matraca a esas horas de la tarde. En la estación también había mucha gente y allí padecí otro de los síndromes que me asaltan en esos espacios: la sensación permanente de que me van a robar. Es algo inconsciente y un tanto pueril, porque por ahora no me ha ocurrido... En fin, regresé a Burgos muy cansado. Sí, Madrid me mata.

Desde hace muchos años llevo muy mal adentrarme en grandes multitudes, lugares ruidosos y, por así decirlo, espacios que no controlo. Que se esperen los habituales del gatillo fácil con el diagnóstico: no soy agorafóbico, pero sí brincan ante mis ojos alguna vez alguno de sus síntomas. Además, la pandemia ha acentuado estas manifestaciones de agobio y ansiedad en muchas personas. Tengo varios amigos que viven en la capital de Estado. Dos de ellos me confiesan recurrentemente que quieren largarse de allí en cuanto puedan. La pesadumbre se les pasa rápido o la olvidan cuando reconocen que en pocos sitios como donde viven tendrán las oportunidades profesionales que allí existen. Pero eso, poco a poco, creo que irá cambiando.

La citada crisis del coronavirus alertó a las mentes pensantes sobre la superpoblación de las grandes capitales y el vaciamiento del mundo rural y las ciudades de provincia. Se comenzó a hablar de ‘las ciudades de los 15 minutos’ y del retorno al campo. A ver cómo acaba todo esto... Sin que suene ‘chauvinista’ -líbreme todo el santoral de esto-, quiero comunicarles un mensaje que me llega a menudo: «Qué maravilla es vivir en una ciudad como Burgos». Y yo también así lo siento. Porque, a pesar de sus cosas rancias, el fresco imperial y su estampa de Vetusta con polígonos industriales, esta pequeña gran ciudad sí es para mí.

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