El Correo de Burgos

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DE PEQUEÑO TUVE un Ibertren. Era una chulada. Como tantos niños, era lo primero de la lista de la carta a los Reyes Magos. Como era un juguete caro, los Reyes tuvieron que poner dinero a escote para costearme el capricho. Pero supongo que valdría la pena solo por verme la carita de ilusión al desenvolver los regalos.

Desde entonces me han gustado los trenes, con los que he tenido una relación de amor y odio. En mi juventud cogía con cierta frecuencia el tren para ir a Galicia, atravesando media España en un viaje en el tiempo lleno de aventuras. Muchas horas, muchos paisanos muy particulares, peregrinos de toda especie y retrasos de todos los colores. En cambio, en los nuevos trenes de alta velocidad se viaja estupendamente a Madrid y, desde allí, a Málaga o Sevilla. Recuerdo con cariño el viaje del año pasado a la capital hispalense para ver a los AC/DC y la camaradería del mundo del rock en la cafetería.

Por eso entiendo el empeño que el actual ministro de Transportes, que es más o menos de mi quinta, está desplegando en el mundo ferroviario. Desde la nueva y millonaria macroestación de trenes en Valladolid, su ciudad, que en comparación dejará a la de Burgos, con sus goteras y el fresco, como un simple apartadero, al anuncio de la también millonaria prolongación de la alta velocidad desde la capital burgalesa hasta Vitoria. Estoy convencido de que ese paso supondrá una revitalización de la conexión desde Madrid, acercando el norte al centro de la península, conectando dos polos económicos principales en España como son el País Vasco con la capital española, pasando por los dos principales núcleos económicos de Castilla y León, como son Burgos y Valladolid. Ojalá que el ministro siga jugando a los trenes y reflejando en el Boletín Oficial del Estado cada paso hasta la culminación del nuevo AVE Burgos–Vitoria.

Porque, aunque los trenes ya no tienen la escala de mi Ibertren, siguen teniendo esa capacidad de ilusionar, de articular territorios y de conectar historias. Y en una España que aún arrastra desequilibrios y agravios territoriales, vertebrar con raíles sólidos y modernos estas rutas no es un simple acto de ingeniería: es una apuesta política y social que, si se hace bien, nos lleva a todos en la dirección correcta. Aunque sea con algo de retraso. Además, no se trata solo de kilómetros de vía o de minutos ganados al reloj. Se trata de entender el tren como un espacio en el que aún es posible mirar por la ventana y leer el paisaje, donde uno puede conversar con desconocidos o simplemente dejarse llevar. En un país que tiende a mirar por el retrovisor con nostalgia, pero que también necesita mirar al frente con ambición, el ferrocarril es ser mucho más que un medio de transporte y aspirar a ser un símbolo de cohesión, de sostenibilidad y de progreso compartido. Por eso, bienvenidas sean las inversiones si detrás hay un modelo de país que no olvida que, a veces, lo importante no es solo llegar rápido, sino saber hacia dónde se va.

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