El Correo de Burgos

El regalo de dibujar sonrisas

María y Alberto han abierto su hogar desde 2017 a dos parejas de hermanos y un adolescente. Dada su experiencia, animan a dar el paso y colaborar con esta medida de protección temporal y solidaria que ofrece a los menores la posibilidad de crecer en el mejor entorno posible y mantener los vínculos con su familia biológica

María Arana y Alberto Díaz posan en la sede de Cruz Roja.

María Arana y Alberto Díaz posan en la sede de Cruz Roja.SANTI OTERO

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Inevitablemente María Arana esboza una sonrisa mientras narra su experiencia como madre de acogida. Su mirada, y también la de Alberto Díaz, su marido, sentado junto a ella, tienen una chispa de emoción. Sobran las palabras. Ese brillo lo dice todo y da sentido a la experiencia.

Ella fue la que ‘prendió la llama’ en casa. Siempre había querido adoptar. Fundamentalmente «porque desconocía que hubiera alternativa». Lo tenía tan claro que cuando conoció a Alberto le dijo que solo iban a tener dos hijos biológicos, como así fue, y «si había más iban a ser adoptados». «Hay muchos niños en el mundo que necesitan ayuda y siempre he creído que se puede querer a uno de ellos como si fuera propio, aunque no lo sea. Me remueve mucho que los menores pierdan su inocencia antes de tiempo, me da mucha pena. Poder evitarlo o mantener la ilusión de alguno de ellos era importante», relata con serenidad.

En ese camino se toparon casualmente con el acogimiento. De hecho, lo buscaron sin saberlo. «Conocimos a una niña en el colegio de nuestros hijos que residía en un centro y nos lanzamos a proponer que pasara el verano en nuestra casa. Fuimos al propio centro a decirlo y nos derivaron a la entidad colaboradora que gestiona el programa», añade Alberto.

Su propuesta no llegó a cuajar pero aquel paso resultaba ser el primero de una senda que están felices de haber recorrido, impulsados en gran medida por su flexibilidad, rasgo clave para embarcarse en esta aventura. Superado el proceso previo de formación (que agradecen y valoran aún más si cabe desde la distancia), decidieron ofrecerse para realizar acogimientos de menores inferiores en edad a sus hijos biológicos. «Nos cuadraba mucho más ese compromiso y nos dimos cuenta de que esta opción, de hecho, se ajustaba más a nuestra familia que la adopción», recuerda Alberto.

Así, con los vástagos propios ya ‘autónomos’, en torno a los 10 años, «la dinámica era propicia para continuar ‘criando’ pues al parque teníamos que ir de todas formas y la infraestructura estaba montada». De inicio, eso sí, no esperaban recibir en su hogar a dos menores a la vez. «Pero nos lo plantearon, reflexionamos la propuesta y nos lanzamos. Tocaba compartir habitaciones, claro, y organizarse. Teníamos dos coches, así que nos podíamos apañar, y, de hecho, nos hemos apañado», explica él con idéntica calma que ella.

Seis años después de aquella decisión, cuando les preguntan por qué son padres de acogida no dudan en responder que el acogimiento es «proporcionar ayuda a un niño en un momento de dificultad».

Las técnicas del programa que lo hace posible refrendan que precisamente esa ha de ser la motivación genuina. En la práctica se empieza a fraguar durante la formación previa -obligatoria y crucial- para ejercer este papel. «Todo lo demás, la satisfacción que suele acompañar la experiencia, el vínculo especial que se genera con el menor o la oportunidad de brindarle perspectivas o herramientas que, por las circunstancias que sean, no tenía hasta el momento, y con ellas quizá mejorar su futuro, son regalos que el acogimiento hace a las familias y que hay que disfrutar», pero no la razón que debe mover a acoger.

Tras la preparación, que siempre es bien recibida, incluso cuando gracias a ella los interesados deciden que no están preparados o no es el momento adecuado, se realiza un exhaustivo estudio de la familia que permite conocer qué competencias parentales posee y qué necesidades puede atender, pues esta no es una crianza al uso.

«Nuestro trabajo es emparejar las capacidades de la familia acogedora y las necesidades de las personas menores de edad de forma adecuada por el bienestar de todos, que en definitiva será el bien de la persona menor, verdadera protagonista del proceso», explican las técnicas del programa. Además, disponer de tiempo, ser flexible, tener capacidad de adaptarse a imprevistos y deshacerse de las expectativas contribuye en gran medida al éxito del acogimiento.

En este sentido cobra especial relevancia asumir el carácter temporal del mismo. «En el curso que nos ofrece Servicios Sociales impartido a través de Cruz Roja como entidad colaboradora, nos dejan muy claro que la acogida entraña una despedida. Su objetivo es que sepamos dónde nos metemos, que estemos preparados y que asumamos que las ideas preconcebidas no tienen por qué cumplirse», insiste María

Una vez superada la complicación logística que supone aumentar la prole durante un tiempo, la dificultad radica en interiorizar que, si bien los niños que precisan este apoyo «son eso, niños normales ante todo», la crianza que precisan ha de ser forzosamente «curativa». No ha de olvidarse que llegan de vivencias complicadas en las que sus padres biológicos «que los quieren mucho, eso hay que subrayarlo», no pueden brindarles la atención que necesitan por diferentes razones a veces alimentadas por una historia vital dura que, sin buscarlo, los ha colocado en ese lugar difícil.

«Se necesita, pues, una dosis extra de cautela, cariño y mimo», explica María. Y mucha paciencia para que ellos vayan ‘entrando’ en la nueva dinámica y, en ocasiones, puedan recuperar la confianza en un mundo que en no pocos casos ha sido un tanto hostil hasta ese momento.

Lograrlo no depende solo del acogimiento en sí, aunque sea terapéutico. «Las familias de acogida y la biológica han de complementarse», sostienen desde Cruz Roja. «El respeto, además, ha de reinar en estas relaciones pues se trata, por supuesto, de sumar. Lo contrario solo perjudicaría a una persona menor que quiere y debe regresar a su entorno superada la dificultad que requería esa ayuda ajena».

Asumido que el fin principal y común del proceso es «que el niño esté bien, para lo que debemos ir todos a una», la relación posterior puede mantenerse o no. «Eso depende de todos los involucrados. Si ambas partes quieren ocurre y en nuestro caso así ha sido», explica María, a cuya casa regresan en ocasiones sus cuatro niños, entusiasmados con volver al pueblo, donde, por cierto, todos los parientes y vecinos se volcaban con ellos. Y es que otro efecto colateral del acogimiento es el derribo de prejuicios en el entorno, que, abandonados los temores propios del desconocimiento, pasan a convertirse en esa tribu que todo menor precisa para su cuidado.

También en el caso de los Díaz Arana su experiencia enriquecía a sus hijos mayores. «Dejaron de pelear y se convirtieron en aliados, quizá porque estaba claro que no tenían que pelear por una atención que debían compartir con esos dos niños pequeños, de cuatro y un año, recién llegados. Ganaron autonomía y también una visión del mundo y unos valores. Cuando decidimos dar el paso valoramos que fuera positivo para todos y podemos afirmar que lo ha sido», celebra.

Minutos después de aseverarlo muestra un pequeño montaje de instantáneas, un álbum familiar al uso si no fuera por lo especial de la historia que encierra, escenas cotidianas coronadas por sonrisas que, para María, demuestran que «no hay nada más extraordinario que lo ordinario».

UN CORAZÓN MÁS BONITO

Tanto María como Alberto tienen claro el objetivo del programa, son conscientes del retorno como meta y de que, como afirman los profesionales, todo lo que exceda la motivación de ayudar es un ‘extra’. Y en su caso, preguntados por cuál es el presente que han recibido -por si no fueran pocos los que pueblan su relato- María toma la palabra y evoca el cuento El corazón más bello, de Jorge Bucay, que, asegura, explica muy bien su sentir.

En él un joven presume ante sus vecinos de corazón perfecto, inmaculado, rojo, brillante y sano. Sin embargo, un anciano afirma que es él quien posee el más hermoso corazón: «Tenía lugares donde algunos pedazos habían sido arrancados, y otros fueron colocados en su lugar. Otras piezas no encajaban perfectamente, y había varios bordes irregulares. En algunos lados había profundas grietas donde faltaban trozos de carne», detalla el cuento.

Mientras la multitud reía por su atrevimiento, el anciano explicó: «Sí, tu corazón parece perfecto. Pero nunca cambiaría tu corazón por el mío. Cada cicatriz que hay en mi corazón representa una persona a la que le he dado mi amor, cuando eso pasa, yo me arranco un pedazo del corazón y se lo entrego. A menudo, mi ser querido, me devuelve un trozo de su corazón que pongo en un lugar vacío del mío. Ya que cada uno se ama de una manera diferente, su pedazo de corazón puede no encajar perfectamente en el mío. Así es que puedes ver algunos bordes ásperos, estas cicatrices y bordes ásperos me recuerdan a el amor que compartimos. A veces, daba un trozo de mi corazón, pero la otra persona no me daba nada; estas son las grietas vacías. Aunque estas grietas son dolorosas, me recuerdan el amor que siento por estas personas también. ¿Ves ahora lo que es la verdadera belleza?».

María finaliza su resumen y tras un breve silencio explica que gracias al acogimiento, y a los pedazos de sí misma y de su familia que se han llevado los niños y que estos les han dejado, su corazón es ahora «mucho más bonito».

Las personas interesadas en el Programa de Acogimiento familiar pueden llamar al 012 para recibir información. 
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