Despistes de minotauro
Patina o muere

Skatepark de San Isidro de Burgos, tras su reforma.
Siguiendo en las páginas de este periódico la reciente rehabilitación del skatepark de San Isidro de Burgos han aflorado en mí algunos de los mejores recuerdos de mi adolescencia. A finales de los 80 y principios de los 90, el universo del monopatín caló en España y creó una interesante subcultura que iba aparejada a los primeros grupos de rap, ciertas publicaciones especializadas y las ciudades vestidas de grafitis. Grafitis artísticos, no las ‘tags’ o ‘firmas’ de turno que inundan las paredes.
En la capital burgalesa había, principalmente, dos zonas de skate con sus respectivas pandillas, figuras e iconos juveniles. Por un lado, en el centro de la ciudad, la chavalada patinaba en la plaza Virgen del Manzano y en el paseo Regino Sainz de la Maza. En Gamonal, la plaza de Santiago y el parque Félix Rodríguez de la Fuente eran los lugares de reunión y disfrute de las bandas y sus monopatines. Mis amigos y yo formábamos una célula aparte: los de Juan XXIII y Las Torres. Esos barrios y ese tiempo -con su familiaridad vecinal, el desarrollismo obrero, las drogas y la delincuencia campando a sus anchas- tienen una novela...
Poco a poco, algunas tiendas de deportes de la ciudad comenzaron a tener en sus escaparates tablas, ruedas, ejes, cascos, rodilleras, camisetas, pegatinas... todo tipo de material para la práctica del skate. Eran productos carísimos, pocos se podían permitir tablas de las marcas Santa Cruz o Powell-Peralta o la última camiseta que había salido de los ídolos Tony Hawk, Steve Caballero o Lance Mountain.
Por lo que, para tener un monopatín medio decente, muchos teníamos que recurrir a la segunda o tercera mano. La compra-venta de material en Burgos llegó a crear un mercadillo del trueque muy fluido. Si alguien iba a comprarse una tabla nueva, al día siguiente todo Burgos sabía por cuánto vendía la vieja y en qué estado estaba. Sin móviles ni Wallapop de por medio, por supuesto. Mi ejemplo es muy válido: en mi último monopatín me gasté unas 5.000 pesetas (30€) en piezas usadas -una tabla Santa Cruz Jeff Kendall, unos ejes Venture y unas ruedas Speed Wheels,- que compradas en tienda costaron a sus primeros poseedores más de 20.000 (120€) en total.
Lo mejor de estos años fue el aprendizaje, casi obsesivo, de los ‘trucos’. Me vienen a la mente las reuniones, a veces clandestinas, en casa de alguno de mis amigos para ver una y otra vez películas en VHS como ‘Trashin’: Patinar o morir’ (David Winters, 1986) o ‘Al filo del abismo’ (Graeme Clifford, 1989) y repasar las piruetas que hacían los protagonistas para repetirlas más tarde en el parque de turno, a menudo infructuosamente. Sí, yo no pasé de ser un simple aficionado. No tenía las horas suficientes en el día para practicar más y mejorar mis habilidades. Los estudios y mi verdadera gran pasión, el fútbol, ocupaban muchas horas en mi agenda adolescente.
Las tardes eternas sobre el monopatín nos dejaron como herencia malas notas en algunos por desatender sus obligaciones escolares, alguna lesión corporal -mi rodilla derecha puede dar testimonio de ello- o la celebración de unos primeros amores que siempre dejan huella a pesar de ser leves como un cigarrillo compartido pero intensos como un botellón -austero e improvisado- en algún rincón oscuro del barrio. De lo uno y lo otro también había.
Larga vida al mundo de monopatín y al skatepark de Burgos, donde los jóvenes de hoy pueden disfrutar de una instalación donde ejercitar sus ‘trucos’. y amasar su camaradería con toda seguridad. Aunque lo más apasionante de surfear sobre tu tabla con ruedas no está en las rampas ni en recintos cerrados como la fabulosa instalación de San Isidro. Está en las calles, en las malas calles. Ahí sí, patina o muere.