El Correo de Burgos

Lee los 3 relatos que han ganado el Certamen sobre Igualdad de Aranda

La edición ha cumplido 20 años con unos premios muy repartidos

Ganadores del XX Certamen sobre Igualdad de Aranda

Ganadores del XX Certamen sobre Igualdad de ArandaLoreto Velázquez

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Aranda

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El Certamen de Relatos Breves sobre Igualdad de Género cumple 20 años de historia pero su objetivo sigue intacto: concienciar sobre la importancia de alcanzar la Igualdad real entre hombres y mujeres. En esta ocasión el nivel, asegura el jurado, ha sido alto. 39 trabajos de los que se han elegido los 6 mejores. Estos son:

Máximo ganador. Juan Carlos Pérez López por su ‘Vestido de boda’. Premio valorado en 600 euros

En un pueblo del Valle de Turón, Asturias, otoño de 1905. Amanece en la víspera del día de Todos los Santos. A horas tan tempranas, la atmósfera está infectada por el aroma acre del humo que escupen las chimeneas de los humildes hogares que se esparcen por el valle. La luz malva del rosicler se enseñorea de la cima de la colina, y entinta de melancolía las cruces de piedra blanca del cementerio, situado en la cota más alta de la comarca, quizá para que las almas, azuzadas por los rezos de sus deudos, alcancen antes el cielo. El aire es helador; sopla racheado e hiriente. Las bisagras de la cancela de la vetusta necrópolis chirrían lastimeras, como si les arrancasen de cuajo la costra de orín que las envuelve a modo de mortaja. La grey de mujeres vestidas de luto cruza el vano de acceso al reino de la muerte. Como manda la tradición, y mientras los hombres pimplan orujo en el chigre, las hembras del pueblo acuden a una cita ineludible con sus muertos, componiendo una procesión luctuosa, sus pasos racheados, y armonizados por el pesaroso doblar de campanas que se escucha a lo lejos, levantando un polverío en el camino de tierra. Varios ancianos se han acercado a contemplar las labores de adecentamiento, pero no han movido un dedo para ayudar a las mujeres, que solo les ha faltado pedirles a ellas que les encendieran los cigarros que se han fumado durante las horas empleadas en arrancar las malas hierbas que invadían el camposanto. Luego de retirar la hojarasca que amortajaba las tumbas, con la que llenaron algunos sacos de arpillera, las madres, hijas y hermanas ponen oraciones y pena mientras engalanan las sepulturas con ramos de flores frescas y fragantes, para sahumar el recuerdo de sus seres queridos, que tan enraizado está en las entrañas de quienes perdieron a un hijo, o de quienes quedaron a expensas de la caridad de los familiares y amigos al perder a los esposos, pues la mina que se los arrebató hasta hace bien poco ha sido lugar vetado para las mujeres, aunque precisasen más que nadie de trabajar en ella para sacar adelante a sus familias. Página 2 Siete días han transcurrido desde que el paisanaje honró a sus difuntos con una misa intramuros del cementerio, entonces un ropón de nubes plomizas barruntando tormenta, el páter, los monaguillos y la feligresía tiritando ante los embates del viento que, helador, arremetía sin tregua contra los presentes. Pero aún siguen las lágrimas ahogando los ánimos de las mujeres, llantos que apenas cesan durante el mes de noviembre, humedeciendo la letanía de rosarios con la que imploran por el descanso eterno de sus seres queridos, mientras los hombres echan la partida de cartas o juegan al dominó, a veces jugándose el pan de sus hijos. Alguna cana y una semana más de vejez prematura y amargura se han echado encima, y ahora las mujeres de la comarca ya tienen de nuevo un pesar que les oprime el pecho y les hace tener el alma en vilo. Porque presienten que junto a ellas, acosándolas como una sombra agorera, progresa la certeza de que tendrán que completar de nuevo el camino que conduce hasta la misma cancela del cementerio; que apenas sea abierta la verja tendrán que oír de nuevo el gemido lastimero de los goznes, recubiertos por un lienzo de herrumbre. La superchería, a la que se agarran muchas de ellas para olvidar la mala vida que les dan los hombres ―no faltan desprecios, insultos y golpes en sus vidas―, hace que se vean de nuevo, con el ánimo desfallecido y desgarrados sus corazones por el dolor, siguiendo otro cortejo de féretros que serán llevados a hombros por individuos curtidos, tal vez por mineros a los que la Parca miró de frente para después, por alguna extraña razón que nadie alcanza a entender, terminar por desentenderse de ellos. Las mujeres del valle ―viudas, huérfanas, hermanas y madres, todas ellas fraternizadas en un coro de desolación― se sobresaltan al unísono. Ya vislumbran que volverán a ser acompañadas por un séquito de duelo que no será capaz de amortiguar la angustia que, a buen seguro, las embargará por tener que verse de nuevo obligadas a poner los pies en lugar sagrado para dar tierra a sus muertos. Porque han vuelto a sonar las alarmas. El estremecedor silbo de tragedia ha bajado veloz por la ladera del monte, y se ha extendido de manera súbita por el valle, alcanzando aldeas y caseríos, igual como lo hace la temida bruma, tras la cual aparece el lobo aullando, el mayor enemigo de los pastores. Pero en este caso, la niebla no es sino una polvareda de partículas de hulla, y la dentadura de los fieros depredadores ha tornado en una tremenda explosión de grisú, a la cual ha seguido un derrumbe en las primeras galerías del pozo San Aurelio, donde son cargadas las vagonetas con el carbón extraído de las entrañas de la tierra a golpe de barrenos, dinamita, pica y pala. Página 3 El desconsuelo se apodera de las mujeres. Arracimadas para proveerse de calor frente al frío que procura la alianza entre la amanecida, la incertidumbre y la angustia, y con los semblantes desencajados por la ansiedad crónica, aguardan impacientes a que por la bocamina salgan por su pie todos los mineros que quedaron atrapados entre un amasijo de pilares y vigas de madera o sepultados bajo montañas de mineral, o que al menos se dejen oír noticias favorables sobre ellos. Les aliviaría escuchar un simple rumor sobre el estado de los accidentados, una palabra que les haga mantener viva la esperanza del reencuentro, el anhelo de poder fundirse con ellos en abrazos que habrán de consolidar con besos, pero también con caricias, con las que han repeler la inquietud que ahora machaca el ánimo de todas ellas, como si las hubiesen golpeado con un mazo de hielo. Junto a las mujeres aguardan los mineros que pudieron escapar con vida de la devastadora deflagración. Sucios, heridos y medio asfixiados, no piensan marcharse del lugar hasta que saquen a cielo abierto al último de los mineros que están atrapados en el interior del pozo. Felisa no puede contener el llanto. Su marido la sostiene a duras penas, las piernas de la mujer sin apenas fuerzas para mantenerla en pie. Pero lejos de consolarla, el hombre la pulveriza con una mirada arisca, como si ella fuese culpable de que estén viviendo semejante trance. ―Ya te dije que esto iba a acabar mal. Pero claro, tú para qué ibas a intentar sacarle esas ideas de la cabeza, ¿verdad, mujer? ―Nunca la llama por su nombre, una forma más de faltarle el respeto, de colocarla en un lugar inferior a él, que se jacta de ser el cabeza de familia por más que apenas lleva una hogaza de pan a su casa. ―Para decir pulmonías ya podrías cerrar esa bocaza que solo te sirve para pimplar a todas horas. ¡Y quítame las manos de encima! Si tú quieres irte al chigre del Eufrasio a ahogar tu pena, hazlo de una maldita vez, a ver si te ahogas de una puñetera vez en orujo y sidra. Pero yo, por más que esta espera me duela mucho más que me dolió su parto, no me muevo de aquí hasta que salga de ahí adentro, aunque sea con los pies por delante. ¿Te queda clara la cosa? El marido va a responderle. Pero se lo piensa dos veces, y cierra la boca. Es su esposa mujer de carácter fuerte, y se da a valer por más que él siempre procure menospreciarla en público y en privado. Se conforma el hombre con mirarla con aires de desprecio, como si ella fuera la culpable de todos los males que asolan al mundo. Pero se mantiene a su lado, el gesto avinagrado, como si se estuviese tragando el orgullo a regañadientes. Felisa lo mira de reojo, con aires de aborrecimiento. Ella sí que está convencida de que él, y nadie más que él, es el verdadero responsable del Página 4 mal rato que están pasando. Porque cuando enfermó de silicosis, el hambre contagió la casa, infectando la despensa de carencias. Entonces, Aurelio, en lugar de buscarse otra faena, se dejó vencer por la amargura que embargó su carácter, y se dedicó a beber y a jugarse a las cartas los pocos cuartos que ganaba con las madreñas de nogal que elaboraba cuando le venía en gana, sin importarle un bledo la precaria situación económica en la que había quedado su familia, como si hubiese olvidado por completo que ya había una boda fijada, que habría de celebrarse en apenas unos meses. Jugar, beber y maldecir. Ese era el rosario de su existencia. Por eso, cuando una lágrima resbala por su ajado rostro, Felisa se lo recrimina con voz áspera, sin importarle que la oigan los presentes: ― ¿Lloras cuando no le has preguntado jamás si le agrada o si le resulta duro el trabajo en el pozo? Claro, hombre, para qué preguntar, si tú ya lo sabes por propia experiencia, ¿verdad? Pero podías haber escuchado de sus labios una respuesta; tan poca cosa le habría bastado para darle la alegría de que su padre se interesa por sus cosas, nada más que eso. Nunca le has preguntado si le da miedo adentrase en la mina, o si le resulta penoso cargar y empujar las vagonetas hasta el descargadero, o si se le hace duro el lavado del carbón, que se está dejando las manos destrozadas con tanto trabajo, que no hay manera de sacarle la negrura que se le ha metido por debajo de las uñas. Pero para qué le ibas a preguntar, ¿no? Más sencillo te resulta estar siempre callado, malhumorado. Aunque para qué hablar… Mejor así, calladito, antes que andar diciendo las barbaridades que te hace decir el puñetero alcohol. Felisa cesa la conversación cuando los gritos y llantos acompañan el momento en el que sacan varios cuerpos cubiertos con sábanas. Andrés sale de la mina llorando. Felisa echa a correr hacia él. El joven minero está consternado. Nada tiene que decirle a Felisa; sus ojos, anegados de lágrimas, transmiten las malas noticias, las peores, las que ella no quisiera escuchar. Se abrazan, Felisa lanzando alaridos afónicos, gritos que enmudecen en sus tripas y logran derrumbar la fortaleza que siempre brota en lo más hondo de su ser. Felisa se deja caer a plomo sobre el cuerpo inerme. Llora sin posible consuelo. Andrés trata de arrancar a la pobre mujer del cadáver, pero le resulta imposible; más fácil es arrancar el carbón de las entrañas de la tierra. Al ver cómo introducen en la camioneta los restos mortales, Felisa se arma de entereza. Agarra con rabia el rostro de Andrés, incontenibles las lágrimas de ambos. Lo besa con cariño. Una y otra vez, su voz balbuciente por el llanto, le promete que amortajará a su novia con el vestido de boda, con ese vestido de boda que tantas Página 5 horas le robó con pespuntes a la luz del candil, y que Felisa terminó hace unos días de coserle a la hija que acaba de perder en el derrumbe de la mina. A todas las mujeres que fueron carboneras, jugándose la vida sin ser reconocidas ni respetadas por muchos de sus compañeros mineros; a veces, tampoco por parte de sus familiares, no siendo pocas las veces en las que las tildaron de marimachos. A ellas, que abrieron camino, esa senda tan ardua en la equiparación de deberes y derechos entre hombres y mujeres. Gracias por dar ejemplo y por no desfallecer.

2º Premio, dotado con 300 euros para el argentino, Franco Emiliano Marín Ortiz, por ‘Un deseo’:

Un deseo Mientras los chicos, chillando alegres, destrozaban la cama elástica, el futbolín y el castillo inflable del salón de fiestas, los grandes se daban a engullir la mesa dulce. —Exquisitos los eclairs, querida —le decía la abuela a la mamá de Laura, la cumpleañera. —Los hice para Lau: son sus preferidos. —Qué raro que haya pedido una fiesta, ¿no? —La abuela señaló con un gesto a Laura, a los saltos en la cama elástica—. Tan seriecita que es ella. —En realidad —dijo la mamá de Laura, en tono de confidencia— lo de la fiesta fue idea mía. Ella no quería invitados. —Ay, esa Laurita. —Pero yo la convencí: le prometí la mejor fiesta del mundo. Quiero que disfrute. Últimamente andaba muy callada. Y no me gusta verla triste. —Cosas de la edad, querida. ¿Cuántos cumple? —Doce años, ma. Ya te olvidaste. —Es que cómo vuela el tiempo. Si ya es una señorita. —De dónde sacan energía estos pibes —dijo el papá de Laura, y, resoplando, se derrumbó en una silla—. En cualquier momento se me desnuca alguno. —Le dio un trago al vaso de su mujer—. Los podés cuidar un poco, amor. —Que ya te cansaste —dijo el tío Lalo, y le palmeó el hombro—. Tranquilo, yo me ocupo. Típico de él: el tío Lalo mostraba un carisma especial para animar las fiestas. Y aunque aquella tarde no traía su disfraz de payaso, en cinco minutos pudo reunir a los diablitos y les explicó las reglas de la Búsqueda del Tesoro: —… y el que encuentre el tesoro, se lleva el premio. Comenzando... ¡YA! Los chicos salieron disparados a escudriñar cada esquina del alquilado salón. Pronto Laurita se separó del enjambre de buscadores. Bajo la claridad que proyectaban las dicroicas, brillaba en la palma de su mano una pulsera dorada, con una piedra engarzada en el centro. Laurita vio al tío Lalo abrirse paso entre la marea de chicos (así que la encontraste) y ya se guardaba la pulsera en el bolsillo, (adónde ibas, Laurita) dispuesta a seguir con sus juegos, (no vas a darme las gracias) cuando él la rodeó en un suave abrazo. —Para mi sobrina preferida —dijo, y le prendió la pulsera—. Es una adularia: una piedra de luna. —Una piedra de luna. Y el buen tío Lalo, acariciándola y pegándole los labios al oído, le susurró: —Dicen que tiene… un poder muy especial… el poder de cumplir los deseos. —El poder de cumplir los deseos —repitió Laurita, absorta ahora en la pulsera. —¿No te gusta, Lauri? —Y, la verdad... —Pero Laurita no terminó la frase. Con la cara iluminada dijo—: Sí, tío. Me gusta. Me encanta. —¡A comer la tortaaa! —La mamá de Laurita salía de la cocina, cargando una enorme torre de chocolate. Los invitados se amucharon junto a la cumpleañera, quien se paró sobre una silla frente a esa montaña dulce coronada de doce velitas. Nadie tuvo que obligarla a hacerlo. A aquel trono, la reina de la fiesta se subió sola. —¿Estamos todos? —El papá de Laurita echó una mirada al grupo, prendió las velas, y le dijo a ella—: Bueno, pedí un deseo. Un, dos, tres… Laurita cerró los ojos. Sentía el roce (el poder de cumplir los deseos) de la piedra en la piel. ¿Sería verdad? Y le llegaron imágenes, recuerdos de la casa (mi sobrina preferida) del tío en la playa, el tacto frío de la piedra (un secreto es un secreto) los trucos de magia (a nadie) las caricias del tío aquella noche de verano (un secreto, Laurita, a nadie). Y el dolor que la consumía desde entonces. Laurita notó cómo la adularia ahora le ardía en la muñeca. Sopló. Y sacó afuera su deseo, desprendido desde el fondo del alma, convertido en un pensamiento bien preciso. Porque ella sabía muy bien lo que quería. Y, cuando abrió los ojos, a través del humo de las velitas, vio por fin, entre el alboroto de sillas caídas y gente corriendo, al tío Lalo ahí en el piso: duro como una piedra.

Premio Accésit: Ana Claudia Mancini por ‘Ser luz en tu oscuridad’

Ella sabía que llegaría aquella necesaria conversación, que venían postergando. Se cumplían todas las profecías. Miedo, angustia, rencor, tristeza. Por los años pasados y por los daños causados. Hace 20 años, en un nuevo país y dispuesta a una vida diferente, lejos del estrés de una sociedad caótica. Comenzando a disfrutar de una nueva realidad, su nueva vida. Ya no más miedos, ya no más enfermedades, ya no más escondites. Y llega el amor. Un amor, que pareciera comenzar por el final. El primer encuentro y una discusión. Un reencuentro, y todo comienza. Aventuras y experiencias que hacían pensar, por donde lo miraras, de que finalmente la vida se enderezaba. Ahora sí, llegaba esa felicidad tan deseada, tan idealizada. Charlas telefónicas interminables, profundas y llenas de coincidencias y aciertos, que acercaban en la distancia. Emails diarios, viajes de fin de semana. Y entonces, ella deja lo poco que había logrado en aquella ciudad, y asume como en un acto de amor y confianza, la vida de él. Comienza a vivir su entorno, su pueblo, sus costumbres. Resultaba todo tan ideal, que aferrarse a sus pertenencias culturales y personales, no parecía tener sentido. Hasta tal punto, que sin saberlo, ella renuncio a sí misma. Pero nada presagiaba que eso se convertiría en un gran error. Esa sensación de que estaban destinados y de que se encontraban para contenerse y completarse, era un halo permanente que le mantenía en el cuento de una vida plena y merecida. Una familia que la acoge, la abriga y la embriaga de tradiciones y costumbres, a las que le insta a responder en pos del sentido de pertenencia. Y en su soledad y desarraigo, aquello prometía ser el camino ideal. Y se lanza. Y suelta todo, hasta su acento. Pertenecer, el deseo inevitable de todo inmigrante. El desarraigo duele, y pertenecer alivia. A cualquier precio, sí. Es tan profunda la necesidad de sentirse como en casa, y tan incomodo no encajar, que uno es capaz de arrancarse hasta la piel para ser mirado con afecto, con respeto. Pero aun así, no tardaron en llegar los desprecios, las criticas constantes camufladas de opiniones. Los , los . Y queriendo encajar, de a poco fue soltando sus creencias, sus ideas, sus deseos. Se abrazo a lo que le exigían, creyó en lo que le decían, no había con qué comparar, asumió verdades ajenas, aunque le apretaran … aunque le escocieran. Pasaban los años y la unión se afianzaba. Formalizada la relacion, comienza una nueva familia. Con el primer embarazo, llega la baja laboral. Esto implica un cambio radical para ella, que no se identifica con el papel de ama de casa. Necesita su independencia personal y económica, y esto amenazaba su necesidad. Pero llegan a un acuerdo, y para no sentir la situación como una 3 contrariedad, ella comienza a estudiar. Se lanza a una carrera universitaria. La que alguna vez soltó por enfermedad. Y una nueva luz, parece prometer de que en este camino encontraría alivio a su temor de depender. Entonces, era la casa, el embarazo y los estudios. Estudios que sostenían la esperanza de que volvería a su libertad. Pero la sensación de dependencia económica enraizada en ella comenzaba a germinar cierto miedo sin sentido, al menos de momento. Su estado emocional por el embarazo, sacaban de ella esas actitudes hormonales características de tal evento, pero no estaba rodeada por quienes supieran comprenderlo y contenerla. Y entonces, llega el primer momento de tensión, donde ella descubre una pareja que ya no conoce. Y aunque en otra ocasión ella habría pegado un portazo y se habría ido sin pensarlo, ahora existe una razón de peso suficiente para no abandonar. Un hijo. Esta nueva situación ralentizaba sus estudios, y comenzaron los síntomas. Mareos, ataques de pánico, malestar físico. Ansiedad, otra vez la bendita ansiedad. Ella deseaba y amaba ser madre. Siempre lo deseo. No se concebía sin ser madre. Pero empezaba a sentirse cansada, sobrepasada y sola. Y comienzan nuevamente sus renuncias, un año sin estudios, dedicada plenamente a la maternidad y a la casa. Ahora, a dos hijos. Respondiendo a los mandatos familiares ajenos a los que se había abrazado con tanta esperanza de pertenencia, y que ahora le pesaban. Si no trabajas, te responsabilizas de la casa y los niños. Esporádicamente, se presentaban situaciones de tensión justificadas con un nuevo reproche disfrazado de opinión . Nadie podía ver, ni siquiera ella, de que estaba cansada, triste, vacía y se sentía más sola que nunca. Pero su responsabilidad como madre la sostenía en una nueva meta, terminar la carrera y recuperar su libertad económica. Sin saber que el camino que le esperaba sería una inmensa y excitante montaña rusa de situaciones. Ella se aferraba entonces a lo único que le despertaba el amor, sus hijos. Siempre fueron y serán su motor y guía para seguir. Y se intercalan tiempos hermosos, con tiempos tormentosos. Pero para ella, era el camino que había elegido, y tiraba…y solo le sostenía su meta. Meta alcanzada y llena de alegría. Una gran alegría que renueva las fuerzas y le abre una puerta. Poder decidir, dejar de pedir permiso y sentirse en una eterna deuda, con un compañero que hace rato ya no lo era. O si, eso no lo decide ella tampoco. Entonces por fin ella trabaja, comienza de a poco, con humildad y respeto a un mundo profesional con el que siempre había soñado. Ayudar a los demás, a encontrar su bienestar. Que ironía. 4 Inicialmente, los ingresos aunque constantes, no son suficientes para decidir. Aquel fundamento de que retumbaba en su cabeza una y otra vez, preguntándose si ahora que trabajaba podría reclamar una corresponsabilidad con la casa y los niños. Las emociones iniciales, parecían prometer de que así sería. Ella cada vez dedicaba más horas al trabajo, y la casa y los niños comenzaban a perder ese espacio de dedicación casi en exclusividad. Extraescolares, y malabares constantes con tal de no soltar el hilo de fuerza que le mantenía aferrada a esa posible libertad económica que buscaba, para poder decidir, para poder vivir. Comienza a dibujar una carrera profesional que promete crecer de manera constante, solo necesitaba más tiempo. Pero las razones pasadas que ya no tenían fundamento, comenzaron a convertirse en reproches y tensiones. Le costaba entender qué era necesario para que, habiendo cumplido con todo lo pactado, pudiera permitirse soltar un poco el rol de ama de casa y madre para ser una mujer profesional. Los hijos crecían, y ella también. Y esos nuevos aires del mundo de los adultos, comienzan a mostrarle otras realidades. Las nuevas experiencias le quitan el velo de aquellas costumbres y verdades absolutas a las que se había aferrado para pertenecer, y que ya no eran suficientes para conformarse. Necesitaba decidir, elegir, pedir. Y comienza a hacerlo. Pero en lugar de conciliación e igualdad, encuentra excusas. Una tras otra, justificando constantemente que era ella quien debía gestionar la casa y los hijos, aunque trabajara porque tampoco ingresaba lo suficiente como para compararse. Ahora, se sentía encerrada en una gran injusticia, esto no era lo pactado. Ella cumplió su parte, pero aquella promesa de equilibrio nunca llegaría. A medida que soltaba dependencias emocionales, se rompía por dentro. Se descubría enojada, resentida, agobiada. El cansancio era emocional, y crecía de forma exponencial. Se le hacía tan difícil seguir sosteniendo esa realidad, que soñaba cada día con su fortaleza. Esa que necesitaba para romper con todo aquello, y que se escondía tras un inmenso miedo. Miedo a no saber cómo, miedo a no poder, miedo a equivocarse, miedo a romper con todo lo que le había sostenido durante tantos años. De solo pensarlo, le inundaba el pavor, el vértigo, la impotencia. Pero no se trataba sólo de ella, no sentía el derecho de lastimar a nadie. Y entonces, aceptaba y seguía. Y así, sosteniendo todo aquello que ya no podía ocultarse a sí misma y con su miedo y su impotencia, seguía tirando, porque no se veía capaz, no se atrevía. 5 Pero la vida es quien manda, y acaba poniendo todo en su lugar. Ese día llegó, una conversación, fuera máscaras y aceptar que todo debía ser tal cual como fue. Se acabó. Y en ese mismo instante, se encontró cara a cara con la realidad y todo lo que venía sosteniendo parada en su miedo. Y diciéndose a sí misma que sabía que esto iba a llegar, que lo había deseado que lo estaba esperando, que era lo mejor, que ahora tocaba ser fuerte. Si, más de lo que había sido hasta ahora. Pero la realidad es que se encuentra con un gran vacío, los hijos comienzan a ser más independientes, permitiéndole descubrir que ahora donde ella esperaba encontrar tiempo, encuentra un gran vacío. Nunca se había dedicado a crearse su propia vida social, y esto le empujo a enfrentarse a una gran oscuridad. Una oscuridad, que le obligó a encender su propia luz.

​Estudiantes premiados

En la categoría de estudiantes el jurado reconoce la calidad de los trabajos presentados por Daniel García Villegas (del ICEDE);  Leyre Melero Velasco, estudiante del IES Vela Zanetti y Erika Saiz de la Roca (ICEDE).

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